Ignacio de Loyola no fue un superhombre sino un «peregrino» (como él se describía)
Su único afán era descubrir la voluntad de Dios y cumplirla. Durante su juventud tuvo otros planes, persiguió honores y gloria, pero los caminos con los que soñó se le cerraron. A través de sus fracasos, derrotas y heridas Dios entró en su vida. Poco a poco, Íñigo (su nombre vasco) aprendió a dejarse guiar y a discernir continuamente esta pregunta siempre viva en su corazón: ¿qué quieres ahora de mí Señor? Por caminos insospechados, el Señor terminó llevándole a servir en las fronteras de la Iglesia para transformar el mundo.