Por: Joven en Experiencia de Discernimiento Vocacional
Cuando en el mes de noviembre, recibí la invitación por parte del equipo de vocaciones para asistir al Encuentro Arrupe, tuve un sentimiento de esperanza y alegría profundas, por varias razones: la primera de ellas era que al fin, después de casi seis meses de oración y discernimiento a través de las plataformas virtuales, tendría nuevamente una experiencia presencial con la Compañía; la segunda, que podría ver y conocer de cerca a mis compañeros, que durante este tiempo habían caminado conmigo, buscando como yo, dar respuesta al llamado que habita en cada uno.
Durante los días previos, me fui disponiendo, tomando como figura referente una imagen de San Ignacio de Loyola que me llama mucho la atención por su profundidad: la de peregrino. Es justamente en el camino, en el encuentro, donde San Ignacio alcanza a descubrir el verdadero sentido de su vocación, de su llamado. Así mismo quería yo, durante esos días, ser el peregrino que busca –con otros– hallar el sentido profundo de la existencia y mirar con ojos de fe una realidad que clama por el amor.
Después de varios meses de encierro, poder viajar para encontrarme con otros me llenaba de ilusión, más sabiendo que eran personas que venían desde hacía tiempo caminando conmigo. Fue así como, llegado el momento, salí de Yarumal (norte de Antioquia) hacia Bogotá, con la seguridad de que era Dios quien me invitaba a lanzarme a vivir esta experiencia.
Al llegar, fue emocionante ir reconociendo a cada compañero, verlos más altos o más bajos de cómo los veía a través de la pantalla, sentir la cercanía de cada uno aún sin podernos abrazar, mirarnos a los ojos y recordar la importancia de la presencia. Realmente fue darme cuenta de que ya había vínculos entre nosotros; que nos unía el mismo caminar.
Por eso, plasmar aquí una experiencia como la vivida durante el encuentro se hace un poco difícil, pues son muchas las imágenes, los sentimientos y las emociones que se fueron recogiendo a través de los días. El compartir, la fraternidad, el paisaje, el silencio y la oración fueron los regalos que recibimos cada uno de nosotros en ese tiempo de discernimiento y de preparación para la Navidad. Desde mi experiencia, a parte de los anteriores, recibimos tres regalos muy importantes, con tamaños y envolturas diferentes, que fuimos abriendo cuando llegaba el momento indicado.
Teníamos en frente el primer regalo, que se veía sencillo, pero que al abrirlo nos dimos cuenta de su gran valor. Era el testimonio de vida de algunos jesuitas que nos acompañaron durante diferentes días. Cada uno de ellos desde su historia vocacional y su trabajo apostólico al servicio de los pobres y de la Iglesia en general, nos mostraron que la vocación dentro de la Compañía de Jesús se vive desde la riqueza particular, la cual se convierte en semilla para la construcción de un reino de justicia y amor, que es real y está en medio de nosotros. Es un reino que no excluye a nadie y que tiene como banderas el amor y el servicio.
Llegó el segundo regalo. Era un regalo que, aunque sabíamos que era muy bueno y quizás el más importante dentro de la experiencia, podía generar un poco de temor y expectativa. Se trataba de los Ejercicios Espirituales. Serían siete días en los cuales el Señor se encargaría de hablarnos al corazón en medio del silencio, lo cual personalmente me asustaba, pues no sabía qué podía pasar. Sin embargo, decidí abrir este regalo y dejarme envolver por lo que había dentro. Fue algo maravilloso. Contemplar a Jesús en momentos específicos de su vida y meditar en su propuesta de amor y salvación me fue confirmando, en medio de la desolación y la consolación, que su paz es diferente a la del mundo y que acoger su llamado es dejarse conquistar por su modo de proceder, el cual nos hace más humanos y sobre todo más hermanos.
Hubo también un regalo que recibí desde mucho antes y que sin embargo sólo pude abrirlo y disfrutarlo durante el encuentro: mis compañeros de camino. Tanto los padres que hacen parte del equipo vocacional como aquellos que caminan conmigo buscando darles respuesta a las inquietudes del corazón, le dieron un sentido profundo a lo vivido. Cada testimonio, cada experiencia, cada palabra, fueron una oración continua que me hizo reconocer que el llamado de Dios, aunque diferente en su forma, contiene un mismo fondo que es el amor.
Y así, fue este un tiempo de regalos, un tiempo en el que Jesús se hizo presente de múltiples maneras; un tiempo de discernimiento, de poder pararme frente a mi vida para sentirme amado. Fue un tiempo para reconocerme frágil también, para recordar que el camino se hace con otros, que necesito de los demás para avanzar en el seguimiento y mantener la esperanza sobre todo en esta época difícil que nos ha tocado vivir como humanidad.
Y como este también es tiempo de agradecer, quiero agradecer a la Compañía de Jesús, especialmente al equipo de vocaciones, por apostarle al discernimiento de una manera tan seria; por ayudar a tantos jóvenes, entre ellos a mí, a identificar con claridad la voz de Dios en nuestras vidas. También agradezco al padre Hermman Rodríguez, S.J., quien el mismo día de su posesión como provincial fue a acompañarnos y a compartir con nosotros su vocación. Esto para mí fue un signo muy potente de la importancia que tiene para la Compañía la promoción vocacional. A mis compañeros, nuevamente agradezco por permitirme conocerlos y ser parte de su historia.
Finalmente, agradezco a Dios por haberme puesto en este lugar, por las claridades y motivaciones que han surgido en mí fruto del encuentro, por recordarme a través del padre Arrupe que “Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta”; que cuando permanecemos en el amor, “…todo será de otra manera”.