Blog

PALABRAS DE IGNACIO DE LOYOLA A UN JESUITA DE HOY, PRIMERA PARTE

PALABRAS DE IGNACIO DE LOYOLA A UN JESUITA DE HOY, PRIMERA PARTE

  • Vocaciones Jesuitas Colombia
  • Autor: Karl Rahner S.J.
  • Texto originalmente publicado en 1979 por la Editorial Sal Terrae

Prólogo
Debo hacer un par de observaciones acerca de este texto. Yo soy de la opinión de que habría que decir algo a propósito de lo que Ignacio puede significar todavía hoy. Naturalmente, lo que yo diga o haga decir a Ignacio no constituye una opinión autorizada ni un programa oficial de la Orden para nuestros días, sino única y exclusivamente mi opinión privada y subjetiva, manifestada además con la plena conciencia de haber hecho una selección subjetiva y de no haber dicho todo lo que habría que decir o lo que a mí me habría gustado exponer. Cuando yo haga hablar a Ignacio en persona, el lector no debería tratar de someter las palabras de Ignacio a ningún tipo de normas literarias; tampoco habrá de pretender propiamente leer entre líneas lo que podrían ser confesiones subjetivas por mi parte. Mi tarea ha consistido exclusivamente en exponer mi opinión sobre lo que Ignacio puede significar en el momento actual. Dadas las épocas de que disponía, no podía empezar por una presentación lo más objetiva posible de Ignacio, su ejemplo y su doctrina dentro de su contexto histórico, para después intentar traducirlo a nuestra época. He tenido que presentar directamente la «traducción» de Ignacio, con la esperanza de que resulte mínimamente aceptable y al lector le parezca digna de crédito, precisamente porque una traducción de este tipo se basa siempre, como es lógico, en un criterio de selectividad propio de la época del «traductor», y por eso pueden omitirse sencillamente muchas cosas sobre las que un historiador propiamente tal debería informar. Este es el motivo por el que me pareció que lo más sencillo era dejar hablar al mismo Ignacio; y así lo he hecho. Que el lector intente comprenderlo y no trate de descubrir más misterios tras esta forma literaria.
                                                                                                                                              Karl Rahner, S. J. 

Prenotando
Yo, Ignacio de Loyola, pretendo en estas líneas decir algo acerca de mí y de la tarea de los jesuitas, supuesto que aún hoy sigan sintiéndose comprometidos con aquel espíritu que en otro tiempo determinó, en mí y en mis primeros compañeros, los comienzos de esta Orden. No voy a contar mi vida al estilo de una biografía histórica. Ya os he dejado un relato que todos conocéis, en el que expongo cómo veía yo mi vida al final de mis días. Además, en todos estos siglos se han escrito suficientes libros sobre mí, unos mejores que otros. Desde el bienaventurado silencio de Dios voy a intentar decir algo sobre mí, aunque resulte casi imposible y aunque lo que se diga desde aquí haya de transformarse nuevamente de eternidad en tiempo, y a pesar de que el tiempo, a su vez, sigue estando abarcado por el eterno misterio de Dios. Pero no te apresures a afirmar, en un exceso de ramplonería, que lo que yo diga se vaya a transformar de algo mío en algo tuyo, porque, para que pueda ser oído, debería llegar a tu cabeza y, tal vez, también a tu corazón, de modo que dependerá de todas las posibles peculiaridades del oyente y de su pasajera situación. Como teólogo, deberías saber que el escuchar no suprime necesaria y totalmente el decir. Si pones por escrito lo que a tu modo has oído, tal vez dejarás de poner algo de lo que yo quería decir. Pero es que, además, si lo que yo diga sonara igual que las palabras de mi Autobiografía, los Ejercicios, las Constituciones de mi Orden o los miles de cartas que escribí con ayuda de mi secretario Polanco; si se pudiese tomar tranquilamente como parte de la sesuda sabiduría de un santo, entonces yo habría estado hablando metido de lleno en mi época, no en la tuya.

Experiencia inmediata de Dios
Ya sabes que, tal como entonces lo expresaba, mi deseo era «ayudar a las almas», es decir, comunicar a los hombres algo acerca de Dios y de su gracia, de Jesucristo crucificado y resucitado, que les hiciera recuperar su libertad integrándola dentro de la libertad de Dios. Yo deseaba expresarlo tal como siempre se había expresado en la Iglesia, y realmente creía (y era una creencia cierta) que eso tan antiguo podía yo decirlo de una manera nueva. ¿Por qué? Porque estaba convencido de que, primero de un modo incipiente durante mi enfermedad en Loyola y luego de manera decisiva durante mis días de soledad en Manresa, me había encontrado directamente con Dios y debía participar a los demás, en la medida de lo posible, dicha
experiencia. Cuando afirmo haber tenido una experiencia inmediata de Dios, no siento la necesidad de
apoyar esta aseveración en una disertación teológica sobre la esencia de dicha experiencia, como tampoco pretendo hablar de todos los fenómenos concomitantes a la misma, que evidentemente poseen también sus propias peculiaridades históricas e individuales; no hablo, por tanto, de las visiones, símbolos y audiciones figurativas, ni del don de lágrimas o cosas parecidas. Lo único que digo es que experimenté a Dios, al innombrable e insondable, al silencioso y, sin embargo, cercano, en la tridimensionalidad de su donación a mí. Experimenté a Dios, también y sobre todo, más allá de toda imaginación plástica. A Él, que, cuando por su propia iniciativa se aproxima por la gracia, no puede ser confundido con ninguna otra cosa.
Semejante convicción puede sonar como algo muy ingenuo para vuestro devoto quehacer, que funciona con palabras lo más elevadas posible; pero en el fondo se trata de algo tremendo, tanto si lo consideramos a partir de mí mismo, que he vuelto a experimentar de un modo totalmente nuevo la incomprensibilidad de Dios, como si lo vemos desde la impiedad de vuestra propia época, en la que esa misma impiedad lo único que hace, en definitiva, es suprimir aquellos ídolos que la época precedente, de un modo a la vez ingenuo y terrible, había equiparado con el Dios inefable. Una impiedad que -¿por qué no decirlo?- penetra incluso a la misma Iglesia, ya que ésta, a fin de cuentas, para ser fiel al Crucificado, ha de constituir el acontecimiento capaz de derribar a los dioses a través de su propia historia. A decir verdad, ¿acaso no os ha sorprendido el que en mi Autobiografía haya llegado a afirmar que mi experiencia mística me proporcionó tal seguridad en la fe que ésta habría permanecido inconmovible aun cuando no existieran las Sagradas Escrituras? ¿No habría sido muy fácil acusarme de misticismo subjetivista y de falta de sentido eclesial? De hecho, a mí no me sorprendió excesivamente el que, tanto en Alcalá como en Salamanca y en otros lugares, me consideraran un «alumbrado». Yo había encontrado realmente a Dios, al Dios vivo y verdadero, al Dios que merece ese nombre superior a cualquier otro nombre. El que a esa experiencia se la
llame «mística» o de cualquier otro modo es algo que en este momento resulta irrelevante; vuestros teólogos pueden especular cuanto quieran acerca de si existe la posibilidad de explicar con conceptos humanos un hecho de esta naturaleza. Más adelante intentaré exponer cuál es la causa de que semejante experiencia de inmediatez no tiene por qué suprimir la relación con Jesús ni la consiguiente relación con la Iglesia. Pero, por de pronto, repito que me he encontrado con Dios; que he experimentado al mismo Dios. Ya entonces era yo capaz de distinguir entre Dios en cuanto tal y las palabras, imágenes y experiencias limitadas y concretas que de algún modo refieren a Dios. Naturalmente, esta mi experiencia tuvo también su propia historia: una historia que tuvo un comienzo modesto y casi insignificante; entonces hablé y escribí sobre ello en un tono que ahora, naturalmente, a mí mismo me resulta conmovedoramente infantil y que sólo permite ver lo ocurrido de un modo indirecto y distante. Pero lo cierto es que, a partir de Manresa, comencé a experimentar la inefable incomprensibilidad de Dios de un modo cada vez más intenso y más puro (algo que ya entonces formuló mi amigo Nadal con su estilo bastante más filosófico).

Dios mismo
Era Dios mismo a quien yo experimenté; no palabras humanas sobre Él. Dios y la sorprendente libertad que le caracteriza y que sólo puede experimentarse en virtud de su iniciativa, y no como el punto en que se cruzan las realidades finitas y los cálculos que pueden hacerse a partir de ellas. Dios mismo, aun cuando el «cara a cara» que ahora experimento sea algo totalmente distinto (y, sin embargo, idéntico), y no tengo por qué dar ningún curso de teología acerca de esta diferencia. Lo que digo es que sucedió así; y me atrevería incluso a añadir que, si dejarais que vuestro escepticismo acerca de este tipo de afirmaciones (escepticismo amenazado por un subrepticio ateísmo) llegara a sus últimas consecuencias y desembocara no sólo en una teoría hábilmente formulada, sino también en la amargura de vivir, entonces podríais hacer esa misma experiencia. Porque es precisamente entonces cuando se produce un acontecimiento en el que (junto a la pervivencia biológica) se llega a experimentar la muerte como algo radical, bien sea como una esperanza autolegitimadora, bien sea como la desesperación absoluta; y es en ese mismo instante cuando Dios se ofrece a sí mismo. (No es de extrañar, pues, que yo mismo estuviera a punto de quitarme la vida en Manresa). Y aunque esa experiencia ciertamente constituye una gracia, ello no significa que en principio se le niegue a nadie. Precisamente de esto es de lo que estaba yo convencido.

Iniciación a la experiencia propia
A partir de la experiencia de Manresa y durante el resto de mi vida, hasta la soledad de mi muerte en el más absoluto aislamiento, nunca consideré que la gracia fuese un privilegio especial que se concede a una «élite». Por eso di los Ejercicios a cuantos consideraron aceptable mi ofrecimiento de ayuda espiritual. Incluso di Ejercicios antes de haber estudiado vuestra teología y de haber logrado con bastante esfuerzo (que ahora casi me produce risa) el grado de maestro por la Universidad de París; y antes, incluso, de recibir los poderes eclesiales y sacramentales por medio de la ordenación sacerdotal. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, el director de Ejercicios (como le llamaréis más tarde) no transmite oficialmente, en virtud de la esencia última de dichos Ejercicios y a pesar de su carácter eclesial, la palabra de la Iglesia en cuanto tal, sino que únicamente y con toda circunspección se limita a ofrecer (si puede) una pequeña ayuda, con
objeto de que Dios y el hombre puedan realmente encontrarse de un modo directo. Los primeros compañeros que tuve no estaban todos igualmente dotados para ello y, antes de mi época parisina, tuve 5
que ver cómo se apartaban de mí todos aquellos a quienes pretendía ganar para mis planes por medio de los Ejercicios. Volvemos a lo mismo. ¿Es tan evidente, tanto para el espíritu eclesial de mi época como para el ateísmo de vuestro tiempo, el que exista o pueda existir algo así, de tal modo que ni la época antigua lo rechazara como subjetivismo no eclesial, ni vuestro tiempo lo condenara como ilusión o ideología? En París añadí a mis Ejercicios las «Reglas para sentir con la Iglesia»; superé además con
éxito todos los procesos eclesiásticos que se me incoaron una y otra vez, y sometí a la aprobación directa del Papa mi trabajo y el de mis compañeros. Sobre esto hablaré en detalle más adelante. Pero una cosa sigue en pie: que Dios puede y quiere tratar de modo directo con su criatura; que el ser humano puede realmente experimentar cómo tal cosa sucede; que puede captar el soberano designio de la libertad de Dios sobre su vida, lo cual ya no es algo que pueda calcularse, mediante un oportuno y estructurada raciocinio, como una exigencia de la racionalidad humana (ni filosófica, ni teológica, ni «existencialmente»).

Espiritualidad ignaciana
Esta convicción, tan simple y a la vez tan desorbitada, me parece que constituye (junto con otras cosas a las que más adelante aludiré) el núcleo de lo que vosotros soléis llamar mi espiritualidad. Considerado desde el punto de vista de la historia de la espiritualidad de la Iglesia, ¿se trata de algo nuevo o de algo viejo? ¿Es algo obvio o resulta sorprendente? ¿Constituye acaso el comienzo de la «edad moderna» de la Iglesia y tiene quizá más relación con las experiencias de Lutero y Descartes que lo que vosotros, los jesuitas, habéis querido admitir a lo largo de los siglos? ¿Se trata de algo que haya que relegar a un segundo plano en la Iglesia de hoy y de mañana, debido a que el hombre ya casi no soporta la callada soledad ante Dios y trata de refugiarse en una especie de colectividad eclesial, cuando en realidad dicha colectividad ha de edificarse sobre la base de hombres espirituales que hayan tenido un encuentro directo con Dios, y no sobre la base de unos hombres que, a fin de cuentas, utilizan a la Iglesia para evitar tener
que vérselas con Dios y su libre incomprensibilidad? Estas preguntas, amigo, han dejado de tener sentido para mí, y, por consiguiente, no tengo que darles respuesta; yo no soy, aquí y ahora, ningún profeta de la historia futura de la Iglesia; pero vosotros sí debéis plantearos esta cuestión y tenéis que darle una respuesta que implique a la vez una gran claridad teológica y una decisión histórica. Una cosa, sin embargo, sigue siendo cierta: que el ser humano puede experimentar personalmente a Dios. Y vuestra pastoral debería, siempre y en cualquier circunstancia, tener presente esta meta inexorable. Si llenáis los graneros de la conciencia de los hombres únicamente con vuestra teología erudita y modernizante, de tal modo que, a fin de cuentas, no haga sino provocar un espantoso torrente de palabras; si no hicierais más que adiestrar a los hombres en un eclesialismo que los convierta en súbditos incondicionales del «establishment» eclesial; si en la Iglesia no pretendierais más que reducir a los seres humanos al papel de súbditos obedientes de un Dios lejano, representado por una autoridad eclesiástica; si no ayudarais a los hombres, por encima de todo eso, a liberarse definitivamente de todas sus seguridades tangibles y de todos sus particulares conocimientos, para abandonarse confiados en aquella incomprensibilidad que
carece de caminos prefijados de antemano; si no les ayudarais a hacer realidad esto en los momentos definitivos y terribles de «impasse» que se presentan en la vida y en los inefables instantes del amor y del gozo y, por último, de un modo radical y definitivo, en la muerte (en solidaridad con el Jesús agonizante y abandonado de Dios), entonces, a pesar de vuestra pretendida pastoral y de vuestra acción misionera, habríais olvidado o traicionado mi «espiritualidad». Y como todos los hombres son pecadores y miopes, por eso mismo, pienso yo, vosotros, los jesuitas, habéis caído muchas veces en este olvido y en esta traición a lo largo de vuestra historia. En no pocas ocasiones habéis defendido a la Iglesia como si ésta fuera lo definitivo; como si la Iglesia, cuando es fiel a su propia esencia, no fuera, a fin de cuentas, el lugar en el que el hombre se entrega silenciosamente a Dios, sin preocuparse ya de lo que éste quiera hacer con él, porque Dios es precisamente el misterio incomprensible, y sólo así puede ser nuestra meta y nuestra
felicidad. Debería deciros ahora expresamente a vosotros, secretos y reprimidos ateos de hoy, de qué
manera puede el hombre encontrarse directamente con Dios hasta llegar, en esa experiencia, al punto en que Dios se hace accesible en todo momento (no sólo en ocasiones especiales de carácter «místico»), y todas las cosas, sin necesidad de desvirtuarse, le transparentan. A decir verdad, debería hablar de cuáles son especialmente las circunstancias más adecuadas para dicha experiencia (si se desea que éstas resulten, ante todo, nítidas), circunstancias que en vuestra época no tienen por qué ser siempre las mismas que traté de establecer en las «Anotaciones» de mis Ejercicios, aun cuando también estoy convencido de que los Ejercicios, tomados casi al pie de la letra, podrían ser aún más eficaces que algunas de las «adaptaciones» que, aquí y allá, están hoy de moda entre vosotros. Debería dejar bien claro que el provocar una experiencia divina de este tipo no consiste propiamente en indoctrinar sobre algo previamente inexistente en el ser humano, sino que consiste en tomar conciencia más explícitamente y en aceptar libremente un elemento constitutivo y propio del hombre, generalmente soterrado y reprimido, pero que es ineludible y recibe el nombre de «Gracia», y en el que Dios mismo se hace presente de modo
inmediato.Quizá debería deciros (aunque pueda resultar cómico) que no tenéis motivos para correr como desesperados sedientos en pos de las fuentes orientales de la auto-concentración, como si ya no hubiera entre vosotros fuentes de agua viva; aunque tampoco tenéis derecho a afirmar altaneramente que de aquellas fuentes sólo puede manar una profunda sabiduría humana, pero no la auténtica gracia de Dios. En este momento, sin embargo, no puedo seguir hablando de estos temas. Vosotros mismos habréis de reflexionar sobre ellos, habréis de seguir buscando y experimentando. El verdadero precio que hay que pagar por la experiencia a la que me refiero es el precio del corazón que se entrega con creyente esperanza al amor al prójimo.

Institución religiosa y experiencia interior
Me gustaría aclarar por medio de una imagen lo que hasta ahora he dicho. Imaginemos el corazón como un terreno de labranza. ¿Deberá estar eternamente condenado a la esterilidad, convertido en un desierto en el que habiten los demonios, o ha de ser un terreno fértil que dé frutos de eternidad? Puede uno tener la impresión de que la Iglesia establece enormes y complicados sistemas de riego, con objeto de irrigar y hacer fértil el terreno de ese corazón mediante su palabra, sus sacramentos, sus estructuras y todas sus prácticas. Ahora bien, todos estos «sistemas de riego», si se me permite llamarlos así, son ciertamente buenos y necesarios (aun cuando la misma Iglesia confiese que incluso allí donde no llegan sus «sistemas de riego» pueda haber corazones que produzcan frutos de eternidad). Naturalmente, esta imagen es
equívoca, porque la acción de la Iglesia a través del Evangelio y los sacramentos implica, evidentemente, una serie de aspectos, motivos y exigencias que no quedan reflejados en esta imagen.
Pero sigamos con ella, porque expresa perfectamente lo que quiero decir. Y es lo siguiente: junto a esas aguas, en cierto modo procedentes y encauzadas desde fuera, destinadas a anegar el terreno del alma (hablando sin metáforas: junto a las indoctrinaciones religiosas, por encima de las proposiciones acerca de Dios y sus mandamientos, más allá de todo aquello que únicamente hace alusión a Dios en cuanto distinto de Él; lo cual incluye a la Iglesia, la Escritura, los sacramentos, etc.), existe en el centro de ese mismo terreno una especie de sima, en cuyo fondo hay un manantial del que brotan las aguas del Espíritu viviente que saltan hacia la vida eterna, como explícitamente consta en el Evangelio de Juan. Como ya he dicho, esta imagen es equívoca; en realidad, no hay oposición radical alguna entre este manantial propio de cada uno y el «sistema de riego» exterior. Evidentemente, ambas realidades se condicionan mutuamente. Toda invocación que se haga desde fuera en nombre de Dios (y aquí nos hallamos ante otra imagen) lo único que pretende es evidenciar la autoafirmación interior del mismo Dios, y ésta, a su vez, necesita que aquella
invocación revista alguna forma terrena, máxime si tenemos en cuenta que ésta puede ser mucho más variada y humilde de lo que antes estaban dispuestos a admitir vuestros teólogos, y que una invocación exterior de este tipo, en cuanto que puede constituir una llamada a la responsabilidad, al amor y a la fidelidad, o una apuesta desinteresada en favor de la libertad y la justicia social, puede sonar de un modo mucho más mundano del que a vuestros teólogos les gustaría escuchar. Pero he de volver a insistir obstinadamente en que tales indoctrinaciones e imperativos externos, tales canalizaciones exteriores de la gracia, sólo serán útiles, en definitiva, si se encuentran en algún punto con esa gracia última que procede del interior. En esto consistió mi verdadera experiencia a partir de los primeros Ejercicios que hice personalmente en Manresa, en los que se me abrieron los ojos del espíritu y me fue dado contemplarlo todo en Dios mismo. Y ésta fue también la experiencia que traté de comunicar a otros en los Ejercicios que di. Me parece evidente que el ayudar de este modo a que se produzca el encuentro con Dios (¿o quizá habría que decir: ayudar al hombre a experimentar que siempre ha estado y sigue estando en contacto con Dios?) es hoy más importante que nunca, porque, de lo contrario, se correrá el riesgo insuperable de que todas las indoctrinaciones teológicas y todos los imperativos morales externos se hundan en esa calma letal que el ateísmo contemporáneo esparce en torno a cada individuo, sin que éste se percate de que esa terrible calma está, a su vez, hablando de Dios. Lo repito por enésima vez: yo ya no puedo dar Ejercicios y, por consiguiente, mi aseveración de que se puede encontrar directamente a Dios sigue siendo, naturalmente, una afirmación por demostrar. Ahora entenderás por qué digo que para vosotros, los jesuitas, la principal tarea, en torno a la cual deben girar todas las demás, ha de ser la de dar Ejercicios. Con ello, naturalmente, no me refiero en absoluto a esos cursos organizados de un modo oficial que se imparten a muchos de una vez, sino a una ayuda mistagógica destinada a que los demás no rechacen la inmediatez de Dios, sino que la experimenten y la asuman claramente. Esto no significa que todos y cada uno de vosotros podáis o debáis dar Ejercicios de esta forma; es preciso que no todo el mundo piense que puede hacerlo. Tampoco se trata de infravalorar las restantes actividades de tipo pastoral, científico o sociopolítico que creáis que debéis realizar en el transcurso de vuestra historia. Pero todas estas cosas deberíais considerarlas como preparación o como consecuencia de la tarea que también en el futuro ha de seguir siendo fundamental para vosotros: ayudar a que se produzca esa experiencia directa de Dios, en la que al ser humano se le revela que ese misterio incomprensible que llamamos Dios es algo cercano, se puede hablar con Él y nos salva por sí mismo precisamente cuando no tratamos de someterlo, sino que nos entregamos a Él incondicionalmente. Deberíais examinar constantemente si toda vuestra actividad sirve a este fin. Y si es así, entonces puede perfectamente uno de vosotros ser biólogo y dedicarse a investigar la vida anímica de las cucarachas.

La preferencia de Dios por el mundo
Cuando digo que para el hombre de vuestro tiempo, como para el del mío, es posible el encuentro directo con Dios, estoy refiriéndome efectivamente a Dios, al Dios de la incomprensibilidad, al misterio inefable, a la tiniebla que sólo para quien se deja absorber incondicionalmente por ella se convierte en luz eterna, al Dios que no tiene ningún otro nombre. Ahora bien, es precisamente este Dios, y no otro, el que yo experimenté como el Dios que desciende hasta nosotros, que se acerca a nosotros, y en cuyo fuego inconcebible no nos consumimos, sino que adquirimos verdaderamente por vez primera el ser y la condición de eternidad. El Dios inefable se nos revela; y en esta afirmación de su inefabilidad llegamos a la existencia, vivimos, somos amados y alcanzamos validez eterna; si nos dejamos tomar por Él, no somos aniquilados en Él, sino que propiamente nos realizamos por vez primera. La criatura insignificante se hace  nfinitamente importante, indeciblemente grande y hermosa, al recibir de Dios el don de sí mismo. Mientras que, privados de Dios, andaríamos errantes por el espacio de nuestra libertad y de nuestras decisiones en una eterna inseguridad y, al final, en un aburrimiento desesperanzado, ya que cualquier objeto de elección sería, a fin de cuentas, algo finito y siempre reemplazable por otro y, por consiguiente, indiferente; yo tuve la experiencia de que, en el espacio de esa mi libertad y de sus posibilidades, el Dios infinitamente libre se adueñaba, con especial amor, de una de mis posibilidades, y no de otra; y aquélla, y no ésta, dejaba transparentar a Dios, pero no desfigurándolo, sino haciendo posible amar a Dios en ella y a ella en Dios, manifestándose de este modo como «la voluntad de Dios». Cuando, entre presentimientos y tentativas, me veía yo en el apremio de elegir libremente entre las diversas posibilidades que me ofrecía esa misma libertad, experimentaba cómo una determinada posibilidad se adaptaba al mismo Dios con la diafanidad de la plena libertad y se hacía transparente a Él, lo cual no sucedía con cualquier otra posibilidad, si bien todas ellas, en principio, podían ser pequeños signos del Dios infinito, dado que todas, cada una a su manera, proceden de Él. Más o menos de este modo (es difícil explicarIo con claridad) fui aprendiendo, incluso en el terreno de lo que es objetiva y racionalmente posible y de lo que está permitido a nivel socio-eclesial, a discernir entre aquellas cosas en las que la incomprensibilidad del Dios sin límites trataba de hacerse accesible a través de lo limitado, y aquellas otras que, a pesar de ser empíricamente experimentables y tener sentido por sí mismas, seguían siendo en cierto modo oscuras y no transparentaban a Dios. Sería una verdadera insensatez pretender sencillamente que todo lo real ha de ser igualmente transparente para todo ser humano por el mero hecho de ser real y, por consiguiente, proceder de Dios; porque, en ese caso, cualquier decisión de la libertad, aunque fuera ineludible, sería indiferente.
Esta experiencia de la «encarnación» de Dios en su criatura, en virtud de la cual dicha criatura no pierde consistencia ante Dios por mucho que se le aproxime, sino que incluso adquiere validez, no ha quedado aún plenamente explicitada con lo que acabo de decir. Por incomprensible que pueda parecer, existe, por parte de quien ha llegado a un contacto tan directo con Dios, una especie de cooperación en ese descenso de Dios hacia la finitud, la cual se va haciendo de este modo progresivamente buena. El Dios inefable e incomprensible, el Dios no sujeto a ningún tipo de manipulación ni de cálculo, no puede por ello desaparecer de la vista del hombre orante y actuante. Dios no puede ser como un sol que permita verIo todo sin dejarse ver él mismo. Dios ha de seguir siendo algo inmediato, y casi me atrevería a decir que tiene que mantener todas las demás cosas, con una claridad inexorable, en su finitud y relatividad. Pero justamente eso que el amor de Dios que se ofrenda a sí mismo antepone a cualquier otra cosa, aparece a esa luz implacable como lo querido y lo preferido, como aquello que, entre otras muchas posibilidades que se quedan en su inanidad, ha sido escogido y destinado a ser. Y esa preferencia divina por una determinada criatura finita la comparte el ser humano que se sitúa dentro de los imprecisos límites de la luz de Dios; al hombre le está permitido y puede tomar realmente en serio esa realidad finita que, de por sí, es amable, hermosa, definitiva y eternamente válida, porque Dios mismo puede realizar, y de hecho realiza, el inconcebible milagro de su amor al obsequiar al hombre con la donación de sí mismo. Al participar de esa preferencia de Dios que le hace descender a lo finito, sin que por ello Dios se empequeñezca ni la realidad finita sea aniquilada, el ser humano ya no puede seguir siendo aquel ser cuyo tormento más íntimo y, al mismo tiempo, su placer más secreto consiste en desenmascarar el carácter relativo e insignificante de todas y cada una de las cosas; ni puede tampoco seguir siendo aquel ser que, o bien idolatra una determinada realidad finita, o bien acaba por aniquilarla. Esa experiencia de participar de la preferencia de Dios por algo que no es Dios y que, sin embargo, en virtud de dicha preferencia y a pesar de permanecer diferenciado, no puede ser ya separado de Dios, esa experiencia, digo, se tiene siempre que se vivencia cómo una cosa, a diferencia de otra, es querida por Dios, como ya he indicado. Pero como ese objeto de la preferencia de Dios es concretamente el prójimo, y no una cosa, la participación en la preferencia de Dios consistirá en el auténtico amor al prójimo, de lo cual hablaremos en detalle más adelante. El amor a Dios, que parece haber dejado de lado al mundo, es amor al mundo, es amar al mundo junto con Dios y, de este modo, permitirle abrirse a la eternidad.

Participación en el descenso de Dios al mundo
Naturalmente, todo esto no son más que palabras acerca de una experiencia, pero que no pueden suplirla. La experiencia de esa participación ha de hacerse en la propia vida. Tampoco en este caso, como en tantos otros, puede el todo componerse de partes previamente separadas; debe darse como totalidad, y sólo así mostrarse en su unidad y multiplicidad e inscribirse, de un modo cada vez más incondicional, en la libertad de los hombres: el prójimo ha de ser amado, de un modo cada vez más altruista y auténtico, en la evidencia inmediata de la vida diaria; Dios habrá de manifestarse cada vez con mayor claridad en su absolutez; el amor a Dios y el amor al prójimo han de ofrecerse cada vez más diáfanamente a la libertad del hombre en su indisoluble unidad y en su calidad de mutuamente condicionantes. Y como al ser humano, que siempre anda en busca de la diversidad del mundo, el amor al prójimo se le presenta en un primer momento como lo más natural, aunque al mismo tiempo corriendo siempre el peligro de hundirse en la más desesperante decepción, a causa de la vanidad del que ama o del ser amado, probablemente hoy, como siempre, habría que empezar decididamente a hacer lo que no es tan evidente, a buscar al mismísimo Dios en su inmediatez, a hacer los Ejercicios en este sentido (lo cual, en principio, no tiene nada que ver con casas de Ejercicios, cursillos organizados oficialmente, prolijas indoctrinaciones teológicas, etc.). En todo
caso, el amor a Dios (¡a Dios, y no a una teoría humana acerca de Él!) constituye el fundamento último de un amor al prójimo capaz de ser incondicional y de conservarse realmente libre. Una meditación cristiana que constituya una experiencia de la inmediatez de Dios hace que el mundo no se hunda ni desaparezca. Si esto mismo sucede con esos métodos orientales de meditación que tanto os fascinan hoy, como si en el cristianismo explícito no pudiera hallarse nada equivalente (que sí se puede), es algo que vosotros mismos debéis comprobar. Si así fuere, entonces nada tengo que oponer a vuestras adquisiciones orientales, puesto que también ahí estará actuando Dios, que derrama su espíritu sobre toda carne; pero, si así no fuere, entonces tened cuidado. En cualquier caso, no debéis caer hoy en la tentación de creer que esa silenciosa e indefinida incomprensibilidad que llamamos «Dios» no tenga, para ser ella misma, ni la posibilidad ni el derecho de volverse hacia vosotros en virtud de su libre amor, de adelantarse a vosotros, de hacer que en vuestro interior, en el que El está presente, podáis llamar de tú al Innombrable. Es éste un milagro inconcebible que destruye toda vuestra metafísica, y cuya posibilidad sólo se percibe cuando se corre el riesgo de que sea una realidad; un milagro que forma parte integrante de la inefabilidad de Dios, que quedaría reducida a pura formalidad, sometida nuevamente a vuestra metafísica, en el caso de no experimentarla en su calidad de preferencia por nosotros. Debéis guardaros hoy día de pensar que ese «Tú» sea únicamente lo que precede a la inmersión en la silenciosa incomprensibilidad de Dios; más bien, es su consecuencia, florece como culminación de nuestro abandono confiado a la preferencia que Dios tiene por nosotros; hace que Dios sea mayor de lo que nosotros creemos, con tal de que nos consideremos a nosotros mismos como los absolutamente dependientes e insignificantes.

Jesús
Pero ahora tengo que hablar de Jesús. Lo que he dicho hasta ahora ¿acaso ha sonado como si me hubiera olvidado de Jesús y de su bendito nombre? Pues no; no lo he olvidado. Estaba íntimamente presente en todo lo que he dicho, aunque ya sé que, entre vosotros, las palabras han de seguir un orden y no se puede decir todo de una vez. He dicho la palabra «Jesús». En vuestra «historia de la espiritualidad», seguramente diréis que la devoción a Jesús que yo trato de inculcar en los Ejercicios no es más que la continuación y el eco de la devoción a Jesús que, desde Bernardo de Claraval, y pasando por Francisco de Asís, estuvo vigente durante toda la Edad Media, y que lo más que yo hice fue retocarla con unas cuantas ideas derivadas del feudalismo medieval tardío, que por entonces iniciaba ya su ocaso en la esfera de lo profano.
Admito gustosamente que podáis descubrir en mí muchos indicios de ese «jesuismo» medieval. Hoy puedo perfectamente dispensaros de acudir al Monte de los Olivos a comprobar personalmente las huellas que allí habría dejado impresas el Señor al subir al cielo. Pero ¿por qué habría de afligirme el que se me niegue toda originalidad en este asunto? ¿Acaso este «jesuismo» medieval está tan anticuado, o constituye un mensaje que todavía no sea hoy del todo comprensible? ¿Acaso no está incluida en él la promesa de la realización de aquello que pretende vuestro moderno «jesuismo», según el cual pensáis que sólo podréis encontrar al hombre si anunciáis, pretenciosa e ingenuamente, la muerte de Dios, en lugar de percataros de que es precisamente en ese hombre en cuanto tal donde Dios mismo se ha manifestado y se ha prometido? En mi época, encontrar a Dios en Jesús y a Jesús en Dios no me supuso ningún problema (a no ser el del amor y el del auténtico seguimiento). Únicamente en Jesús encontré a Dios. En Jesús, que era alguien tan sumamente concreto que sólo el amor, y no la razón diferenciadora, puede decirnos en qué ha de consistir su imitación cuando se ha emprendido su seguimiento. En Jesús, de quien se pueden contar cosas y, con ello, se cuenta la historia del Dios eterno e incomprensible, sin que sea posible volver a diluir esa historia en teoría, motivo por el cual hay que narrada siempre de una manera nueva, con lo que la historia adquiere continuidad. A partir de mi conversión, en Jesús se concretaba para mí la preferencia de Dios por el mundo y por mí mismo, la preferencia en la que se hace presente en su totalidad la
incomprensibilidad del puro misterio y el hombre accede a su auténtica plenitud. La particularidad de Jesús, la necesidad de buscado en un número muy limitado de acontecimientos y palabras, con la intención de descubrir en algo tan pequeño la infinitud del misterio inefable, fue algo que nunca me ocasionó trastornos; el viaje a Palestina pudo realmente constituir para mí el viaje a la aporía de Dios; y seréis vosotros, no yo, los ingenuos y superficiales si creéis que el deseo que albergué durante casi quince años de viajar a Tierra Santa no fue más que el capricho de un hombre medieval, o algo parecido al deseo de un musulmán de acudir a la Meca. Mi ansia por viajar a Tierra Santa era la añoranza por el Jesús concreto, que no es ninguna idea abstracta. No es posible un cristianismo capaz de descubrir al Dios incomprensible prescindiendo de Jesús. Dios ha querido que muchos, muchísimos, lo encuentren por el hecho de buscar únicamente a Jesús y porque, al exponerse a la muerte, han muerto precisamente con Jesús en su abandono de Dios, aun cuando no hayan sido capaces de designar con este bendito nombre su destino, ya que Dios solamente ha dejado que penetraran en su mundo esas tinieblas de la finitud
y de la culpa porque Él las había hecho suyas en Jesús. En este Jesús pensaba yo, a este Jesús amaba, a este Jesús intentaba seguir. Y de este modo descubrí al Dios concreto, sin hacer de Él el fantasma de una mera especulación que no me comprometiera a nada. Una especulación de este tipo sólo se puede eludir si, a lo largo de la vida, se va muriendo la auténtica muerte; y esto tan sólo puede lograrse adecuadamente cuando el hombre, junto con Jesús, acepta serenamente ese interior abandono de Dios que constituye el
último y sorprendente grado de la mística. Ya sé que con esto no he explicado el misterio de la unidad de la historia y de Dios. Pero en Jesús crucificado y resucitado, en ese Jesús que a un tiempo es abandonado y recibido por Dios, se halla definitivamente presente esa unidad que puede ser asumida en la fe, la esperanza y el amor.

Seguimiento de Jesús
Pero aún debo añadir algo acerca de este Jesús y de su seguimiento, que puede llegar hasta la imitación locamente enamorada, aunque tampoco pretendo con ello ser original en absoluto, porque el antiguo mensaje también sale a vuestro encuentro desde un futuro aún no alcanzado. Es verdad que sólo se encuentra totalmente a Jesús, y a Dios en él, cuando se ha muerto con él. Pero cuando uno se percata de que esta solidaridad en la muerte debe acontecer a lo largo de toda la vida, entonces es precisamente cuando determinadas peculiaridades de la vida de Jesús, a pesar de su carácter aparentemente contingente y de su relatividad histórica y social, cobran una enorme significación. No sé si las peculiaridades más concretas y triviales de la vida de Jesús, que para mí fue como si tuvieran el carácter de ley, hayan de tener una importancia especialmente vital para todos cuantos -de un modo explícito o anónimo- encuentran a Dios y se salvan. No parece que tenga que ser así. Parece haber, por el contrario, muchos modos de seguimiento de Jesús. Y no parece tener demasiado sentido remitir esos diferentes modos a un común denominador, ni tratar de desprender de las distintas formas concretas de ese seguimiento un modo de ser uniforme, so pretexto de que, «en espíritu», se reducen a una sola. Puede que esto sea exacto; naturalmente que existe una sola y última esencia del seguimiento de Jesús, del mismo modo que hay un solo Dios, un solo Jesús y, en último término, un solo y mismo modo de ser humano y una sola vida eterna. Pero existen formas concretas de realizar ese seguimiento; formas que son y se conservan como tremendamente distintas y que parecen incluso amenazarse y negarse mutuamente. ¿Practicaron Inocencio III y Francisco de Asís el mismo tipo de seguimiento, o eran ambos modos de seguimiento (ya que éste no se le puede negar a ninguno de los dos) tan distintos que solo en virtud de un amor y una paciencia sin límites podían soportarse mutuamente? ¿No hay acaso diversidad, de carismas? ¿Se puede realmente comprender tal o cual tipo de carisma que no sea precisamente el carisma que uno mismo posee? Sea como sea, yo escogí el seguimiento del Jesús pobre y humilde, y no otro tipo de seguimiento. Dicha elección no es deducible del amor concreto; es una vocación que sólo tiene su legitimación en sí misma, y no es en absoluto algo que, con independencia del modo concreto de entender dicha vocación, pueda imponerse tan fácilmente a todos los cristianos, a base de explicarles que se trata de una pobreza y una humildad de espíritu, una pobreza y una humildad mentales. No pretendo en absoluto ser original; por otra parte, los santos del cielo no se someten a comparaciones mutuas; pero, prescindiendo quizá del modo externo de vida de mis últimos años como General de la Compañía, a partir de Manresa toda mi vida practiqué la pobreza con la misma radicalidad que Francisco de Asís, a pesar de que, obviamente, su época y la mía eran social y económicamente diferentes, lo cual suponía inevitables diferencias en nuestros respectivos modos de vida, tanto más cuanto que, a diferencia de Francisco, yo deseé y tuve que estudiar; y la diversidad que esto suponía la habría entendido y aprobado el mismo San
Buenaventura, el cual no habría negado que yo seguía realmente a Jesús pobre. No tienes más que leer mi Autobiografía y entenderás lo que quiero decir. Además, y teniendo en cuenta la situación de entonces, dado que el seguimiento del Jesús pobre y humilde me inspiraba un estilo de vida espiritual y eclesial que no sólo era incompatible con situaciones de poder mundano, sino que además significaba la exclusión del poder eclesial y de todo tipo de prebendas eclesiásticas y dignidades episcopales, fue para mí una realidad palpable el hecho de que mi existencia adquirió un carácter «margina» (valga la expresión), tanto
en la esfera de lo profano como de lo eclesiástico. Y esto en modo alguno fue algo que me viniera impuesto desde fuera. Dado que procedía de una de las mejores familias vascas, y a causa de mis relaciones con los grandes del mundo y de la Iglesia de entonces, me habría resultado muy fácil «llegar a ser alguien»; y además podría haberIo sido con la tranquilidad de conciencia de que, de ese modo, mediante el poder y el prestigio, habría podido servir desinteresada y desprendidamente a los hombres, a la Iglesia y a Dios; tal vez hasta me podría haber convencido, sin excesivas dificultades, de que desde esa posición me resultaría más fácil hacer el bien que si me convirtiera en un pequeño y pobre infeliz al margen de la sociedad y de la Iglesia. (El hecho de que después, debido a la fundación de la Orden y a mi generalato, me haya convertido en un personaje importante, totalmente distinto de lo que pretendía, es harina de otro costal, y sobre ello volveré inmediatamente). En suma: quería seguir a Jesús pobre y humilde, ni más ni menos. Quería algo que no es en absoluto tan obvio, algo que no se deduce tan fácilmente de la «esencia del cristianismo», algo que entonces, lo mismo que hoy, no practicaban ni los prelados de la Iglesia ni el selecto clero de aquellos países que siguen considerándose el centro del cristianismo. Quería algo cuyos motivos, en mi caso, no eran de orden ideológico-eclesial ni crítico-social, aun cuando puede que tenga su importancia al respecto; quería algo que me venía inspirado pura y simplemente como una ley de mi propia vida, sin mirar a izquierda ni derecha, por un desmedido amor a Jesús; un Jesús a quien tenía que ver en toda su concreción (a pesar de su finitud y relatividad) si quería encontrar al Dios infinito e incomprensible. Esto no excluye en absoluto, sino que implica el que mi marginación social y eclesial supuso para mí una especie de ejercitación voluntaria en el morir con Jesús, lo cual constituye el juicio y el feliz destino de todos los hombres, aun de aquellos que no pueden ni quieren seguir a Jesús de este modo.

Carrera 20 #24-85 Sur
Bogotá, Colombia